Lectura orante de Isaías 50,4-7
El Señor me ha abierto el oído; el Señor me ayuda
Invocación al Espíritu
Nada puedo. Tú y yo lo sabemos
tú mejor que yo; yo lo olvido fácilmente,
por eso te llamo desde mi indigencia:
¡Ven a mí, padre amoroso del pobre!
Ven y alumbra en mi ceguera.
Ven, calienta mi frialdad
y quiebra mi torpeza.
Ven para que crezca en mí la siembra
y no sea tu Palabra semilla que yace muerta,
junto al sendero de mis días
de mis horas y mis metas.
Ven, Espíritu de Jesús,
para que fructifique en mi senda
y conozca los engaños y seducciones
que cada día me dispersan.
Y con tu fuerza yo camine
tras las huellas verdaderas,
las de Aquel que por mí se entrega.
1.
Leemos la Palabra
Isaías 50,4-7
4 Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para saber decir al
abatido
una palabra de
aliento.Cada mañana me espabila el oído
para que escuche, como los iniciados.
5 El Señor Dios me ha abierto el oído;
y yo no me he rebelado ni me he echado atrás.
6 Ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
la mejilla a los que mesaban mi barba.
No oculté el rostro a insultos y salivazos.
por eso ofrecí el rostro como pedernal,
y sé que no quedaré avergonzado.
Orientaciones para la lectura
* Puesto que el Evangelio de
la celebración narra la Pasión
de Jesús que también contemplaremos el próximo viernes –aunque narrado por Juan
y hoy por el evangelista Mateo-, como uno de los misterios centrales de la Salvación , me detendré
en la primera lectura de este día, invitando a detener nuestra mirada
sobre la figura del Siervo de Yahveh. Este es también el protagonista de
las lecturas que la liturgia nos presentará los próximos días: lunes, martes,
miércoles y viernes santo.
* Las palabras de Isaías 50,
4-7 (texto que vamos a considerar y contemplar) constituyen lo que se denomina
el tercer oráculo o canto del Siervo y nos volveremos a encontrar con él
el miércoles, con una ampliación de dos versículos más. Lo que conocemos como
primer oráculo podremos contemplarlo el lunes santo: Is 42,1-7; el
segundo canto del Siervo, Is 49, 1-6, la Iglesia nos lo presenta
como alimento del martes santo y el cuarto y más largo, el que encontramos en Is
52,13-53,12 nos es ofrecido para la celebración del Viernes santo con
objeto de conocer mejor al autor de nuestra salvación, Jesús, el Cristo.
El objeto de esta elección no es sino adentrarnos
más en las actitudes y sentimientos que Jesús hizo suyas, que lo mantuvieron
firme hasta su entrega radical y amorosa y que caracterizan al discípulo
que, como el Siervo, saben bien que “el Señor ayuda” (Is 50,7).
*El texto se centra en la
figura del Siervo de YHWH, que habiendo recibido una misión desea mantenerse
en fidelidad a Dios y a los hombres, por ello permanece firme en el
sufrimiento y en el aparente fracaso. La suerte de este atento discípulo de la Palabra de Dios prefigura
la de Cristo, el humilde que no opuso resistencia a la voluntad del Padre, sino
que “a pesar de su condición divina… se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz” (segunda lectura de hoy, Flp 2, 6-11), ni
huyó de la maldad de los hombres, seguro y sobre todo confiado en que el
designio de Dios es don de salvación para todos.
La vocación del siervo lo muestra como un discípulo
que, por don y misión de Dios, trasmite la Palabra a los desanimados e indecisos (“para
saber decir al abatido una palabra de aliento” Is 50, 4a). Pero esto sólo
ocurrirá si él el primero se abre diariamente como un discípulo pronto a
escuchar la Palabra
que no es suya y de la cual no puede disponer ni a su gusto ni exclusivamente
para él.
*En este tercer poema se acentúa el tema del fracaso, presente
también en el segundo oráculo (“me había cansado en vano y había gastado mis
fuerzas para nada” Is 49,4). El siervo encuentra hostilidad y persecución,
incluso violencia: golpes, insultos, salivazos y ultrajes (Is 50, 6-7). Pero
consciente desde el principio de las exigencias de su vocación, el Siervo no opone
resistencia a Dios; y su pleno consentimiento le hace fuerte y manso de cara a
los perseguidores: ni huyó ante la Palabra “yo no me he rebelado ni me he echado
atrás” (Is 50,5), ni se arredró ante las injurias y la violencia de
los que quisieron acallarla, reduciéndola al silencio.
*Si no se rinde ante el
sufrimiento es porque confía en la ayuda de Dios: "El Señor
me ayuda, por eso soportaba… sabiendo que no quedaría defraudado” (Is 50,7),
porque confía en que es valioso para el Señor, y "en Dios se halla
mi fuerza” (Is 49,5), y porque confía en que Dios le sostiene y le
dará su Espíritu, como se afirmará el lunes: “Este es mi siervo a quien
sostengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto sobre él mi espíritu” (Is
42,1). El siervo sabe que Dios lo justificará ante los adversarios y
ninguno podrá demostrar la culpabilidad del testigo fiel y veraz de la Palabra (Is 50, 7-9).
La persona dócil y llena de confianza aprovecha
precisamente la ocasión en que es perseguida, ultrajada, juzgada… para declarar
abiertamente cómo Dios vendrá en su ayuda. Este personaje misterioso, además de
cantar su confianza en Dios, nos invita con su vida escuchar, acción
frecuente y muy repetida en numerosas exhortaciones en los profetas y en
especial en Isaías, como hemos podido comprobar a lo largo del camino
cuaresmal.
2. Meditamos
“Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado” dice el Siervo, como bien podría afirmar Jesús. Nos encontramos ante un don, una vocación, algo recibido. El Señor concede una lengua de discípulo, regala el don del seguimiento, por su gracia podemos ser sus discípulas y discípulos. Con esta actitud deseamos iniciar el camino de
El Siervo ha recibido una lengua de iniciado
para saber decir palabras de aliento, palabras de ánimo, palabras de
esperanza. ¿Acaso no estamos ante otro regalo? Unos labios que hacen renacer la
confianza en otros corazones, que devuelven las ganas de vivir y volver a
caminar son indiscutiblemente don de Aquel que es nuestra esperanza. Trasmitir
al abatido aliento e ilusión es una gracia que el Señor concede a sus
discípulos porque el que “ha venido para que tengamos vida y vida en
abundancia” (Jn 10,10) no puede ver a sus criaturas desesperadas,
desalentadas. El discípulo no puede ser sino una mujer o un hombre de esperanza,
de firme esperanza que contagia con su vida y sus palabras. Porque hemos sido
consolados, fortalecidos, reanimados “podemos repartir con los otros el
consuelo que nosotros mismos hemos recibido de Dios” (cf. 2Co 1,3-4).
Quien decide seguir al Maestro madruga cada día por
su Dios (cf. Sal 62,2), se abre a Él y permite que le espabile el oído.
El discípulo espera ávidamente cada mañana la Palabra que renueva su
vida, por eso se dispone con total libertad a que la Palabra llegue a sus oídos
y despierte su corazón empapándolo de una fuerte presencia y poniéndolo en
marcha para afrontar una nueva jornada que estará llena de posibilidades, de
encuentros, de rostros.
La discípula y el discípulo es siempre un iniciado
porque cada día es nuevo, porque la
Palabra es sorpresa continua y, cuando nos alcanza, renueva
los pasos y reorienta la existencia si los oídos del corazón están en alerta y
en espera.
Pero “es el Señor Dios quien abre el oído”
(Is 50,5a) y da la fuerza para que no nos echemos atrás y nos mantengamos
firmes ante su Palabra, su voluntad y sus caminos, que muchas veces no
coinciden con los nuestros (cf. Is 55,8). Pidamos al Señor que nos abra el oído
al iniciar esta semana tan intensa y rica para que podamos seguirle cada
instante y acompañarle, no sólo en este día de aclamación jubilosa y
triunfante, sino hasta la muerte de cruz para poder resucitar con él en la
hermosa noche de Pascua. Que por su gracia no nos rebelemos cuando llegue lo
difícil y, después del duro combate, después de desear también nosotros que
pase el cáliz, podamos decir con él “pero no lo que yo quiero, sino lo que
tú quieres, Abba” (Mc 14,36).
Porque el Nazareno permitió que el Padre espabilara
su oído cada mañana, pudo llegar hasta el final ofreciendo su espalda, sus
mejillas, todo su cuerpo, su existencia, su vida. Fue él quien la entregó
libre y decididamente, nadie se la arrebató (cr. Jn 10,17). Desde hoy la
liturgia nos recuerda, nos invita a contemplar y nos ofrece como alimento su Pasión.
Se nos pone delante todo un recorrido de entrega verdadera, el ejemplo de
alguien que no gritó por las calles, ni alzó la voz para hacerse oír, ni rompió
la caña que parecía quebrarse, ni volcó al que se tambaleaba, ni apagó ninguna
mecha vacilante; simplemente proclamó la salvación (cf. Is 42,2-3). Sólo le
preocupó anunciar la
Buena Noticia del entrañable amor de Dios por sus criaturas.
Para eso había venido y eso sólo podía manifestarlo con la mansedumbre de una
vida que gritaba amor en todos sus gestos. El manso y humilde de corazón no
escondió su cara ante insultos y salivazos.
Jesús pudo porque el Padre “le ayudaba, por eso
no quedaba confundido, por ello ofreció su rostro sabiendo que no quedaría
avergonzado”. ¡Qué confianza la de
Jesús! Alimentada día a día, mañana a mañana ante el Abba, dejando que
él le espabilara, le guiara, le sostuviera en sus jornadas. Así había sido toda su vida,
fortalecida por los encuentros con el Padre y confirmada por su presencia
liberadora en tantos gestos con los hombres y mujeres de su tiempo. Jesús lo
sabía, lo había sentido, conocía al Abba y con esa confianza afronta sus
últimos días. Porque ha conocido personalmente la ayuda del Dios de la vida,
sabe que no quedará confundido ni avergonzado. Por ello, nuestro Maestro podrá
cantar con total confianza las palabras del salmo 22: “Aunque camine por
cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo. El Señor repara mis fuerzas.”
(4. 3a)
Como el funcionario real también nosotros “creamos
en las palabras de Jesús y pongámonos en camino” (cf. Jn 4, 50b), palabras
que él pronunció con profunda convicción y recorramos con el Nazareno, nuestro
Maestro, sus huellas en estos días. ¡Ojalá este año nuestras fuerzas se
renueven y podamos seguir al Maestro sin echarnos atrás, momento a momento,
para que se fortalezca nuestro seguimiento y se afiance nuestra fe! Sólo desde
una profunda vivencia del amor de la cena, de la entrega que perdona en la cruz
y del descenso a los infiernos personales y de nuestro mundo podremos vivir la
impresionante fuerza de la
Resurrección.
Sigamos a Jesús muy de cerca, sin olvidar su
secreto: “Sabed que me ayuda el Señor” (Is 50,9a) y aclamemos a una sola
voz y desde el corazón con el salmista:
“Dios es nuestro refugio y
nuestra fuerza,
poderoso defensor en el
peligro.Por eso no tememos aunque tiemble la tierra
y los montes se desplomen en el mar” (Sal 45, 2-3)
o con el Siervo:
“El Señor me ayuda. ¿Quién me va a acusar?
Mi defensa está cerca.
Sabed que me ayuda el Señor,
¿Quién me condenará?” (Is 50, 7-9a)
3. Oramos
somos iniciados.
Más que nunca, ahora nos sentimos simples iniciados
que deseamos empaparnos de tus actitudes, de tus huellas,
de ti, en estos días, y siempre.
Queremos seguirte hasta el fondo.
Se nos acaba la cuaresma
pero aún queda lo más duro y lo más gozoso;
por eso quiero seguirte de cerca,
porque lo necesito, te necesitaré,
necesitaré tu fuerza, tu Espíritu
para poder escuchar tus palabras y seguir tus pasos.
Tu modo de hablar es duro (Jn 6, 61)
y así será el jueves cuando anuncies la inminente traición de tus amigos,
y aún más duro será verte
ofreciendo el rostro y las espaldas sin decir una palabra.
Y duro será contemplarte solo
y saber que yo soy el primero que te he abandonado.
¡Qué duro es seguirte, Jesús
como duras son tus palabras!
Pero también sé que son espíritu y vida
y que tú el primero
necesitaste al Abba para llegar tan lejos en la entrega,
para amarnos hasta el extremo.
No puedo negar que algo conozco
y logro recordar que en muchas ocasiones
también el Abba me ha ayudado
y he proseguido mi camino.
Sí, yo también he confiado
y el Señor ha renovado mis fuerzas,
y me han crecido alas de águila.
Por eso una vez más voy a confiar.
Sí, sabedlo: el Señor me ha ayudado,
mi Dios fue mi fuerza.
Con esta certeza, Jesús,
voy a vivir mi Pascua,
voy a seguirte hasta donde tú quieras,
sin olvidar que yo soy una pobre criatura,
un iniciado, un discípulo que cuenta con su debilidad
pero ante todo con tu gracia.
Señor Dios, abre tú mi oído
hoy y cada día,para que este hijo, esta hija tuya
no quede confundido y siga esperando
cuando el dolor, la calumnia, la incomprensión,
la noche, la soledad…
llamen a mi puerta.
Porque yo sé, Señor, que Tú me ayudas,
me has ayudado, me ayudarás.
Y para ti, mi Dios y mi Señor, la noche es clara
como el día.
Además ya he aprendido un poquitoque tú tendrás la última palabra
y que “todo, todo acabará bien”.