IV Domingo de Adviento


Lectio Divina de Lucas 1,39-45
«¡Dichosa tú que has creído!»


Lecturas: Mi 5,1-4a; Sal 79; Hb 10,5-10; Lc 1,39-45



Lectura del evangelio según san Lucas (1,39-45)



En aquellos días, 39 María se puso de camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; 40 entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 En cuanto Isabel escuchó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, 42 y dijo a voz en grito:

¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44 En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.




1. Lectio

Recordemos el contexto del evangelio de hoy: María acaba de recibir la Palabra de Dios a través de su mensajero, el ángel Gabriel. El ángel le anuncia que también su prima Isabel ha concebido un hijo en su vejez y en la esterilidad porque nada es imposible para Dios.
       
Entonces María, levantándose (en griego, anastasa) se pone en movimiento y sale deprisa. En algunas traducciones, este verbo griego (anistemi) se pierde, pero es importantísimo porque es el verbo que indica la resurrección. Literalmente significa levantar, alzar, poner en pie. María es puesta en pie por la Palabra de Dios revelada por Gabriel. Y se pone en camino movida por el Espíritu ("El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra", Lc 1,35). Lucas nos dice que también Simeón, movido por el Espíritu, se dirigió al templo (Lc 2,25-27); más tarde, los pastores partieron deprisa para ver el acontecimiento anunciado por los ángeles.
       
Nos ponemos en marcha cuando somos movidos, impulsados por Alguien que es más grande que nosotros y que está dentro de nosotros. La Palabra lleva a María de Galilea a Judea. No se dice nada sobre este viaje, pero podemos imaginar que duró algunos días de camino ininterrumpido, sin excluir los peligros, los imprevistos y las varias dificultades que conllevaba aquel trayecto a través de las montañas.
      
María entró en casa de Zacarías, saludó a Isabel y sucedió que, al oír la voz de María, el niño saltó de alegría en su vientre y se llenó del Espíritu Santo. Está presente la misma dinámica del anuncio a María: el ángel entró, la saludó y se llenó María del Espíritu Santo. Ahora es Isabel la que se llena de Espíritu y, en Isabel, también Juan es alcanzado por el Espíritu, como le fue anunciado a Zacarías por el ángel (Lc 1,15): "estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre". Juan salta como David saltó y danzó ante el Arca de la Alianza (2 Sam 6). Juan oye la voz (foné) y esta voz será su voz: Voz de uno que grita en el desierto (Lc 3,4).




El amigo del esposo, que está presente y le escucha, se alegra por la voz del esposo (Jn 3,29). El tiempo de la salvación es tiempo de alegría.
       
"En cuanto tu saludo llegó a mis oídos...". También el oído es el órgano que permite entrar y estar en contacto con Dios; por ello Jesús cura a los sordos tocando sus oídos (Mt 7,33). Ya Isaías dice: Por la mañana me espabila el oído...

Los vv. 42-45 expresan la voz del Espíritu que habla por boca de Isabel y por boca de María: Isabel llama a María bendita y bendito el fruto de su seno, y la llama madre de mi Kyrios, de mi Señor. Isabel parece intuir el significado profundo de lo que está pasando. Dios ha bendecido a María con la plenitud de todas las bendiciones con que hemos sido bendecidos/as en Cristo (Ef 1,3).
       
Isabel proclama a María feliz, dichosa (makaria) porque, fiel y obediente a la Palabra de Dios, ha permitido el cumplimiento de la promesa: Dios ha venido a salvar a su pueblo de un modo definitivo. 
       
La respuesta de María a las palabras de Isabel es la explosión de alegría y júbilo que podemos leer en los vv. 46-55: es un cántico o himno que sigue los trazos del cántico veterotestamentario de Ana (1 Sam 2,1-10). En él, María engrandece al Señor porque en ella se realiza la antigua promesa de salvación ya que en Jesús, que significa Dios salva, Dios se ha hecho Salvador de su pueblo. Este antiguo himno que la Iglesia de los primeros siglos ha puesto en boca de María quiere ayudarnos a leer el acontecimiento salvífico de Dios en la historia personal y comunitaria del pueblo de Israel que reconoce en María a la hija y a la madre de su pueblo, porque no sólo sigue el camino, sino que lo indica y lo da haciéndose arca, custodiando y dando forma al cuerpo humano del Hijo de Dios.
       
En efecto, María es considerada como el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento: en su seno lleva al Santo, la revelación de Dios, la fuente de toda bendición, la causa primera de la alegría de la salvación, el centro del nuevo culto.

2. Meditatio

La actitud de María, puesta en pie por la Palabra del ángel nos remite al sentido de la escucha cristiana. La escucha de la Palabra debería ponernos en pie siempre, levantarnos, curarnos, resucitarnos. En María esto ha tenido lugar porque ella ha creído: "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,45). El ponerse en pie de María se transforma en movimiento, en acción, en impulso contrario a la pasividad o la pereza; se marcha deprisa hacia un largo viaje de cansancio, de peligro. Pero, ¿quién habrá de acompañarla? Ciertamente no se fue sola.
       
"Deprisa". María se encamina inmediatamente hacia la casa de Isabel, tras haber acogido con alegría el anuncio de su próxima maternidad y tras haber consentido; se mueve con premura, no porque quiera comprobar la veracidad de la Palabra del ángel, sino porque ya había sido revestida de la presencia desconcertante del Señor, con el que había establecido una relación de estima recíproca y de diálogo, y ahora se sentía aferrada por un impulso misionero que la conducía a compartir con Isabel la alegría de su maternidad próxima. En efecto, no existe espíritu misionero ni actividad de evangelización o de apostolado que no parta, sobre todo, de la relación personal con Dios, de la certeza de haber sido llamados e implicados en primera persona por el Señor, de haber establecido un diálogo filial con él; así pues, ¿cómo podía María no darse cuenta de la necesidad de marchar inmediatamente tras haber pronunciado su consentimiento? María está dispuesta; no tiene otra cosa que hacer en su vida que servir al Señor; ella es toda suya. Esta transparencia suya es un espejo en el que mirarnos, un espejo que ilumina todos los obstáculos que nos impiden emprender el vuelo del Amor. María va derecha a donde la lleva Aquél al que lleva ella misma en el seno, el Salvador, y no puede hacer otra cosa que contar lo que ha experimentado. El Esposo que está en ella se encuentra con el amigo, el cual, al oír su voz, salta de alegría y se alegra.
       
Se puede decir que si en la decisión de María de partir de su propia casa se encuentra la perentoriedad de la misión, en la persona de Isabel se encuentra la correspondiente y necesaria actitud de acogida del anuncio en la fe. En efecto, ella exulta en la presencia de la Virgen y no duda en reconocerla como "Madre de mi Señor", es decir, entreve en ella el lugar en el que se ha realizado la encarnación del Verbo, y esto es un acto de fe y de aceptación espontánea e indiscutible del anuncio.
       
Sin duda, el centro de esta perícopa evangélica no es María sino Jesús. Todos los episodios se consuman, efectivamente, en vista de Él y tienen en Él su razón de ser: es Jesús el Mesías tan esperado por la gente, el Salvador que vendrá a liberar al pueblo de la esclavitud del pecado y a instaurar el Reino de Dios, y la humildad asumida por el Salvador es tal que incluso el pueblo en el cuál nacerá asume una diminuta relevancia: si nos fijamos en la primera lectura veremos cómo Belén no es sino la más pequeña de las ciudades de Judá; sin embargo, de ella habrá de nacer el "dominador" de Israel.
       
Jesús vendrá a renovar el corazón del hombre y a instaurar un nuevo programa de vida para la humanidad, fundamentado en las Bienaventuranzas; incluso ya en su mismo nacimiento este programa se realizará, envolviéndonos a todos en la alegría de la gruta de Belén.
       
¿Estamos preparados nosotros para "salir" de nosotros mismos, es decir, para afrontar los cansancios y las privaciones de un viaje paralelo al de María, para poder abandonar nuestras presuntas ambiciones de autoafirmación y despojarnos en beneficio de los demás? En este camino del Adviento, ¿hemos sentido la urgencia de la conversión, que es lo único que puede favorecer en nosotros/as la convicción de la presencia de Dios en nuestra vida, como le sucedió a María? Si esto ha acontecido, el acontecimiento de Belén nos traerá paz y gozo y nos conducirá a alegrarnos con los otros, es decir, a darnos en la alegría del servicio, de la humildad y de la renuncia a nosotros/as mismos/as; experimentaremos la emoción de la inminencia, aquella por la que en todas las circunstancias afines el alma exulta y se goza. Si, por el contrario, hemos vivido con frialdad el Adviento, tras la estela de la única prerrogativa del consumo y del despilfarro, entonces la Navidad no podrá ser para nosotros sino una fiesta sin festejado, un motivo de daño para nosotros mismos.
       
Esta eventual laguna se podrá remediar en lo sucesivo, pero nos daremos cuenta, sin embargo, de haber perdido una ocasión única: la del Adviento, que quiere decir preparación, predisposición y pregustación de la alegría.

El profeta Isaías anuncia el Nacimiento de Jesús, del Emmanuel, el Dios-con-nosotros, así:

«¡Qué hermosos son sobre los montes 
los pies del mensajero
que anuncia la paz,
que trae buenas nuevas,
que anuncia salvación,
que dice a Sión:
"¡Ya reina tu Dios!"
¡Una voz! Tus vigías alzan la voz,
a una dan gritos de júbilo,
porque con sus propios ojos ven
el retorno de Yahveh a Sión.
Prorrumpid a una en gritos de júbilo,
soledades de Jerusalén,
porque ha consolado Yahveh a su pueblo,
ha rescatado a Jerusalén.
Ha desnudado Yahveh su santo brazo
a los ojos de todas las naciones,
y han visto todos los cabos de la tierra
la salvación de nuestro Dios». (Is 52,7-10)

Lo que importaba entonces era venir entre nosotros y con nosotros. Sabía muy bien Dios la miseria y la aflicción en la que estaba hundida la humanidad sin Él, y sabía también que el hombre por sí solo no podía superarla; por ello Él había de realizar Su Obra. Y Dios vino entre nosotros envuelto en una sencillez que no conoce el rumor del espectáculo o la exhibición del poder. Se hace cercano a nosotros enseguida, proclamando una dicha, la de la pobreza, que es, realmente, la cualidad del amor que se hace don.


3. Oratio

a) Polisalmo

Glorifica al Señor, Jerusalén,
alaba a tu Dios, Sión.
Porque ha reforzado los cerrojos de tus puertas
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti (Salmo 147)
El fluir de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.
Estando Dios en medio no vacila,
Dios la socorre al despuntar la aurora (Salmo 45).
Él la ha fundado sobre su monte santo,
y el Señor prefiere las puertas de Sión
a todas las moradas de Jacob.
¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios! 
El Señor escribirá en el registro de los pueblos:
"Este ha nacido allí".
Y cantarán, mientras danzan:
"Todas mis fuentes están en ti" (Salmo 86).
Gloria al Padre y al Hijo
y al Espíritu Santo,
como era en el principio, ahora y siempre
por los siglos de los siglos. Amén.

b) Oración

Escucha, hija, mira:
te has hecho hija de tu Hijo,
sierva de tu Niño,
madre de tu Señor,
portadora del Salvador Altísimo.
El Rey se ha prendado
del esplendor de tu belleza
y se ha complacido
en prepararse en tu tierra
una purísima morada.
Obtennos de Él, que,
lleno de deseo de ti, te hizo su madre,
que derrame sobre nosotros
la sobreabundante riqueza
del deseo de Él,
de modo que quedemos, oh santa Madre,
dedicados, en esta vida, a tu servicio,
y lleguemos, después de nuestro tránsito,
a Aquél que ha nacido de ti:
Jesucristo, nuestro Señor.
 
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Autora: Myriam Manca, pddm (Italia)  ·   www.discipulasdm.es

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